miércoles, 28 de noviembre de 2012

Narrativas audiovisuales en la industria de la música

     Las narrativas audiovisuales siguen penetrando en todos los procesos cotidianos de comunicación y artísticos. Lo puedo afirmar estando involucrado en el medio musical.

     Cuando eres niño, puede que tu meta sea ser presidente de un país, una estrella de rock o pop, un multimillonario e incluso un actor de TV, es decir, ser un personaje famoso o conocido.

    Cuando eres flautista, en especial académico, quieres ser como Emmanuel Pahud, James Galway, Davide Formisano, Denis Bouriakov, Phillippe Bernold. Pero nos damos cuenta que esos personajes no los conoce casi nadie aunque pueden hacer mucho dinero en lo que hacen. ¿Por qué? ¿Acaso maduramos? ¿Ser como estos flautistas,  que son famosos en nuestra área, es más probable que ser presidente o millonario? No lo creo.

     Por nuestras experiencias, las cuales casi nunca escogemos y que tienen componentes casi fortuitos, vivimos clips de narrativas audiovisuales para reconocer cuáles son los cánones de estética y de moral que la sociedad establece para nuestro oficio.

     En el caso de la música académica, esto no es una excepción. Como la épica, aparecen héroes de este oficio, quienes, sin saberlo, imponen una historia de nobleza  y superación por todos los medios que es ajustable al propio significado de la música académica: plenitud, superioridad, exquisitez.

     De esto no está muy alejada la proliferación de los reality shows, que constituyen auténticas narrativas audiovisuales, introspectivas y retrospectivas, de personajes muy comunes que se van transformando con la fama, el dinero y la música, vendiendo esperanza de éxito a millones de televidentes.

    La industria de la música clásica, por su parte, adopta propiedades de las narrativas audiovisuales. El músico actúa e interactúa aun más con la cámara. Es decir, si en los conciertos la escena es vital, para vender miles de DVDs lo es aun más. El concepto visual se ha hecho casi tan importante como la calidad de la música misma en la orquesta, y mucho más si la orquesta está ávida de conquistar público que jamás ha estado involucrado con artes "elevadas" y "exquisitas". El consumo de estas artes musicales, que se consideraban de élite, depende de una maquinaria y de un sector casado con la industria de los media y el entretenimiento masivo, el cual cada vez más desarrolla un sistema de distribución extenso y que necesita de un mercado variopinto. De modo que la narración y la gesticulación de los personajes en pantalla es vital para lograr empatía con el que escucha, que ahora ve, vive y aprende en el concierto, incluso más que apreciándolo en vivo, debido a la calidad de audio, nitidez visual y la riqueza de planos.

     Se debe contar la existencia de las cosas, no importa en realidad si la perspectiva sea muy chica. Cada músico tiene que tenerla, siempre respecto al concepto que se esté vendiendo. Es lógica corporativa pura. La justificación de los oficios del ser humano es importante desde lo conmovedor hacia las masas, encarnado por los más  básicos valores humanos y siempre es mejor contarlo en imágenes que explicarlo o demostrarlo, sea Rattle o Britney.

Video documental guiado por Simon Rattle, director de la Filarmónica de Berlín. Es relevante señalar su pedagogía frente a la cámara sobre las historias de las obras que se ejecutan, aprovechando la herramienta interactiva de Youtube y creando valor social y de actualidad sobre música de larga data


jueves, 4 de octubre de 2012

La madre de los poetas mexicanos


El escritor 


Extracto de la novela "Los detectives salvajes" (1998), de Roberto Bolaño


"Auxilio Lacouture, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México DF, 
diciembre de 1976. Yo soy la madre de la poesía mexicana. Yo conozco a todos 
los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Yo conocí a Arturo Belano cuando 
él tenía dieciséis años y era un niño tímido y no sabía beber. Yo soy uruguaya, de 
Montevideo, pero un día llegué a México sin saber muy bien por qué, ni a qué, ni 
cómo, ni cuándo. Yo llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el 
año 1965 o 1962. Yo ya no me acuerdo ni de las fechas ni de los peregrinajes, lo 
único que sé es que llegué a México y ya no me volví a marchar. Yo llegué a 
México cuando aún estaba vivo León Felipe, qué coloso, qué fuerza de la 
naturaleza, y León Felipe murió en 1968. Yo llegué a México cuando aún vivía 
Pedro Garfias, qué gran hombre, qué melancólico era, y don Pedro murió en 1967 
o sea que yo tuve que llegar antes de 1967. Pongamos pues que llegué a México 
en 1965. Definitivamente, yo creo que llegué en 1965 (pero puede que me 
equivoque) y frecuenté a esos españoles universales, diariamente, hora tras hora, 
con la pasión de una poetisa y de una enfermera inglesa y de una hermana menor 
que se desvela por sus hermanos mayores. Y ellos me decían, con ese tono 
español tan peculiar, como encirculando  las z y las c y dejando a las s más 
huérfanas y libidinosas que nunca: Auxilio, deja ya de trasegar por el piso, Auxilio, 
deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo siempre se ha avenido con la 
literatura. Y yo les decía: Don Pedro, León (¡mira qué raro, al más viejo y 
venerable lo tuteaba; el más joven, sin  embargo, como que me intimidaba y no 
podía quitarle el tratamiento de usted!), déjenme a mí ocuparme de esto, ustedes 
a lo suyo, sigan escribiendo tranquilos y hagan de cuenta  que soy la mujer 
invisible. Y ellos se reían. O mejor, León Felipe se reía, aunque una no sabía bien, 
si he de ser sincera, si se estaba riendo o carraspeando o blasfemando, y don 
Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, él no se reía, él me miraba con 
sus ojos como de lago al atardecer, esos lagos que están en medio del monte y 
que nadie visita, esos lagos tristísimos y apacibles, tan apacibles que no parecen 
de este mundo, y decía no te molestes, Auxilio, o gracias, Auxilio, y no decía nada 
más. Qué hombre más divino. Así que yo los frecuentaba, como digo, sin 
deslealtades ni pausas, sin agobiarlos mostrándoles mis poemas y tratando de ser 
útil, pero también hacía otras cosas. Hacía trabajos. Trataba de hacer trabajos. 
Porque vivir en el DF es fácil, como todo el mundo sabe o cree o se imagina, pero 
es fácil sólo si tienes algo de dinero o una beca o un trabajo y yo no tenía nada, el 
largo viaje hasta llegar a la región más transparente me había vaciado de muchas 
cosas, entre ellas la energía necesaria para trabajar en según qué cosas. Así que 
lo que hacía era dar vueltas por la universidad, más concretamente por la Facultad 
de Filosofía y Letras, haciendo trabajos  voluntarios, podríamos decir, un día 
ayudaba a pasar a máquina los cursos del  profesor García Liscano, otro día 
traducía textos del francés en el Departamento de francés, otro día me pegaba 
como una lapa a un grupo que hacia teatro y me pasaba ocho horas sin exagerar 
mirando los ensayos, yendo a buscar tortas, manejando experimentalmente los 
focos. A veces conseguía algún trabajo remunerado, un profesor me pagaba de su 
sueldo por hacerle, digamos, de ayudante, o los jefes de departamento 
conseguían que éstos o la facultad me contratara por quince días o por un mes en 
cargos vaporosos, la mayoría de las veces inexistentes, o las secretarias, qué 
chicas más simpáticas, se las arreglaban para que sus jefes me fueran pasando 
chambitas que me permitían ganarme algunos pesos. Esto durante el día. Por las 
noches hacía una vida bohemia, con mis amigas y mis amigos, lo que me 
resultaba altamente gratificante e incluso hasta conveniente pues por entonces el 
dinero escaseaba y a veces no tenía ni para la pensión. Pero por regla general sí 
tenía. Yo no quiero exagerar. Yo tenía dinero para vivir. Yo era feliz. Yo por el día 
vivía en la facultad, como una hormiguita o más propiamente como una cigarra, de 
un lado para otro, de un cubículo a otro cubículo, al tanto de todos los chismes, de 
todas las infidelidades y divorcios, de todos los planes y proyectos, y por las 
noches me expandía, me convertía en un murciélago, dejaba la facultad y vagaba 
por el DF como un duende (me gustaría decir como un hada, pero faltaría a la 
verdad), y bebía y discutía y participaba  en tertulias (yo las conocí todas) y 
aconsejaba a los poetas jóvenes que ya desde entonces acudían a mí, aunque no 
tanto como después, y vivía, en una palabra, con mi tiempo, con el tiempo que yo 
había escogido y con el tiempo que me circundaba, tembloroso, cambiante, 
pletórico, feliz. Y entonces yo llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo 
ahora podría decir que lo presentí, que sentí su olor en los bares, en febrero o en 
marzo del 68, pero antes de que el año 68 se convirtiera realmente en año 68. Ay, 
me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y al 
mismo tiempo yo no vi nada. ¿Se entiende? Yo estaba en la facultad cuando el 
ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el 
mundo. No. En la universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese 
nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la 
facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. 
Cosa más increíble. Yo estaba en el baño, en los baños de una de las plantas de 
la facultad, la cuarta, creo, no puedo precisarlo. Y estaba sentada en el water, con 
las polleras arremangadas, como dice el poema o la canción, leyendo esas 
poesías tan delicadas de Pedro Garfias, que ya llevaba un año muerto, don Pedro 
tan melancólico, tan triste de España  y del mundo en general, qué se iba a 
imaginar que yo lo iba a estar leyendo en el baño justo en el momento en que los 
granaderos conchudos entraban en la universidad. Yo creo, y permítaseme este 
inciso, que la vida está cargada de cosas maravillosas y enigmáticas. Y de hecho, 
gracias a Pedro Garfias, a los poemas de Pedro Garfias y a mi inveterado vicio de 
leer en el baño, yo fui la última  en enterarse de que los granaderos habían 
entrado, de que el ejército había entrado y de que estaban arriando con todo lo 
que encontraban delante. Digamos que sentí  un ruido. ¡Un ruido en el alma! Y 
digamos que después el ruido fue creciendo y creciendo y que ya para entonces 
yo presté atención a lo que pasaba, sentí que alguien tiraba de la cadena de un 
water vecino, sentí un portazo, pasos por el pasillo, y el clamor que subía de los 
jardines, de ese césped tan bien cuidado que enmarca la facultad como un mar 
verde a una isla siempre dispuesta a las confidencias y al amor. Y entonces la 
burbuja de la poesía de Pedro Garfias hizo blip y cerré el libro y me levanté, tiré la 
cadena, abrí la puerta, hice un comentario en voz alta, dije che, qué pasa afuera, 
pero nadie me respondió, todas las usuarias del baño habían desaparecido, dije 
che, ¿no hay nadie?, sabiendo de antemano que nadie me iba a contestar, no sé 
si conocen la sensación. Y luego me lavé las manos, me miré en el espejo, vi una 
figura alta, flaca, rubia, con algunas,  demasiadas ya, arruguitas en la cara, la 
versión femenina de don Quijote, como me dijo en una ocasión Pedro Garfias, y 
después salí al pasillo, y ahí sí que me di cuenta enseguida de que pasaba algo, el 
pasillo estaba vacío y la gritería que subía por las escaleras era de las que atontan 
y hacen historia. ¿Qué hice entonces? Lo que cualquier persona, me asomé a una 
ventana y miré hacia abajo y vi soldados  y luego me asomé a otra ventana y vi 
tanquetas y luego a otra, al fondo del pasillo, y vi furgonetas en donde estaban 
metiendo a los estudiantes  y profesores presos, como en una escena de una 
película de la Segunda Guerra Mundial mezclada con una de María Félix y Pedro 
Armendáriz de la Revolución Mexicana,  una tela oscura pero con figuritas 
fosforescentes, como dicen que ven  algunos locos o algunas personas en un 
ataque de miedo. Y entonces yo me dije: quédate aquí, Auxilio. No permitas, nena, 
que te lleven presa. Quédate aquí, Auxilio, no entres voluntariamente en esa 
película, nena, si te quieren meter que se tomen el trabajo de encontrarte. Y 
entonces volví al baño y mira qué curioso, no sólo volví al baño sino que volví al 
water, justo el mismo en donde estaba antes, y volví a sentarme en la taza del 
baño, quiero decir: otra vez con la pollera arremangada y los calzones bajados, 
aunque sin ningún apremio fisiológico (dicen que precisamente en casos así se 
suelta el estómago, pero no fue ciertamente mi caso), y con el libro de Pedro 
Garfias abierto, y aunque no quería leer me puse a leer, lentamente, palabra por 
palabra y verso por verso, y de repente sentí ruidos en el pasillo, ¿ruidos de 
botas?, ¿ruidos de botas claveteadas?, pero che, me dije, ya es mucha 
coincidencia, ¿no te parece?, y entonces escuché una voz que decía algo así 
como que todo estaba en orden, puede que dijera otra cosa, y alguien, tal vez el 
mismo cabrón que había hablado, abrió la puerta del baño y entró y yo levanté los 
pies como una bailarina de  Renoir, los calzones esposando mis tobillos flacos, 
enganchados a unos zapatos que entonces tenía, unos mocasines amarillos de lo 
más cómodos, y mientras esperaba a que el soldado revisara los wáters uno por 
uno y me disponía, llegado el  caso, a no abrir, a defender el último reducto de 
autonomía de la UNAM, yo, una pobre poetisa uruguaya, pero que amaba México 
como el que más, mientras esperaba, digo, se produjo un silencio especial, como 
si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones a la vez, un tiempo puro, 
ni verbal ni compuesto de gestos o acciones, y entonces me vi a mí misma y vi al 
soldado que se miraba arrobado en el espejo, los dos quietos como estatuas en el 
baño de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, y eso fue 
todo, después sentí sus pisadas que se marchaban, escuché que se cerraba la 
puerta y mis piernas levantadas, como si decidieran por sí mismas, volvieron a su 
antigua posición. Debí de  permanecer así unas tres horas, calculo. Sé que 
empezaba a anochecer cuando salí del wáter. La situación era nueva, lo admito, 
pero yo sabía qué hacer. Yo sabía cuál era mi deber. Así que me encaramé a la 
única ventana del baño y miré para afuera. Yo vi a un soldado perdido en la 
lejanía. Yo vi la silueta de una tanqueta o la sombra  de una tanqueta. Como el 
pórtico de la literatura latina, como el pórtico de la literatura griega. Ay, a mí me 
gusta tanto la literatura griega, desde Píndaro hasta Giorgos Seferis. Yo vi el 
viento que recorría la universidad como si disfrutara de las últimas claridades del 
día. Y supe lo que tenía que hacer. Yo supe. Supe que tenía que resistir. Así que 
me senté sobre las baldosas del baño de mujeres y aproveché los últimos rayos 
de luz para leer tres poemas más de Pedro Garfias y luego cerré el libro y cerré 
los ojos y me dije: Auxilio Lacouture, ciudadana del Uruguay, latinoamericana, 
poeta y viajera, resiste. Sólo eso. Y luego me puse a pensar en mi pasado como 
ahora pienso en mi pasado. Me puse a pensar en cosas que tal vez a ustedes no 
les interese de la misma manera que ahora me pongo a pensar en Arturo Belano, 
en el joven Arturo Belano al que yo conocí cuando tenía dieciséis o diecisiete 
años, en el año de 1970, cuando yo ya era la madre de la poesía joven de México 
y él un pibe que no sabía ni beber pero que se sentía orgulloso de que en su 
lejano Chile hubiera ganado las elecciones Salvador Allende. Yo lo conocí. Yo lo 
conocí en una ensordecedora reunión de poetas en el bar Encrucijada 
Veracruzana, atroz huronera o cuchitril, en donde se reunían a veces un grupo 
heterogéneo de jóvenes y no tan jóvenes promesas. Yo me hice amiga de él. Yo 
creo que fue porque éramos los dos únicos sudamericanos en medio de tantos 
mexicanos. Yo me hice amiga de él, pese a la diferencia de edades, ¡pese a la 
diferencia de todo! Yo le dije quién era T. S. Eliot, quién  era William Carlos 
Williams, quién era Pound. Yo lo llevé una vez a su casa, enfermo, borracho, yo lo 
llevé abrazado, colgando de mis flacas espaldas, y me hice amiga de su madre y 
de su padre y de su hermana tan simpática, tan simpáticos todos. Yo lo primero 
que le dije a su madre fue: señora, yo no me he acostado con su hijo. Y ella dijo: 
claro que no, Auxilio, pero no me digas señora, si tenemos casi la misma edad. Yo 
me hice amiga de esa familia. Una familia de chilenos viajeros que había emigrado 
a México en 1968. Mi año. Yo me quedaba de invitada en la casa de la mamá de 
Arturo largas temporadas, una vez un mes, otra vez quince días, otra vez un mes 
y medio. Porque para entonces yo ya no tenía dinero para pagar una pensión o un 
cuarto de azotea. Yo vivía durante el día en la universidad haciendo mil cosas y 
por la noche vivía la vida bohemia,  y dormía e iba desperdigando mis escasas 
pertenencias en casas de amigas y amigos, mi ropa, mis libros, mis revistas, mis 
fotos, yo Remedios Varo, yo Leonora Carrington, yo Eunice Odio, yo Lilian Serpas 
(ay, pobre Lilian Serpas), y si no me volví loca fue porque siempre conservé el 
humor, me reía de mis faldas, de mis pantalones cilíndricos, de mis medias 
rayadas, de mi corte de pelo Príncipe Valiente, cada día menos rubio v mas 
blanco, de mis ojos azules que escrutaban la noche del DF, de mis orejas rosadas 
que escuchaban las historias de la universidad, los ascensos y los descensos, los 
ninguneos, postergaciones, lambisconeos, adulaciones, méritos falsos, 
temblorosas camas que se desmontaban y se volvían a montar sobre el cielo 
nocturno del DF, ese cielo que yo conocía tan bien, ese cielo revuelto e
inalcanzable como una marmita azteca bajo el cual yo me movía feliz de la vida, 
con todos los poetas de México y con  Arturo Belano que tenía dieciséis o 
diecisiete años y que empezó a crecer  bajo mi mirada, y que en 1973 decidió 
volver a su patria  a hacer la revolución. Y yo fui la única, aparte de su familia, que 
lo luc a despedir a la estación de autobuses, pues él se marchó por tierra, un viaje 
largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres 
muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo, y cuando Arturito 
Belano se asomó a la ventanilla del autobús para hacernos adiós con la mano, no 
sólo su madre lloró, yo también lloré y esa noche dormí en casa de su familia, más 
que nada para hacerle compañía a su madre, pero a la mañana siguiente me fui, 
aunque no tenía adónde ir, salvo a los bares y a las cafeterías y a las cantinas de 
siempre, pero igual me fui, no me gusta abusar. Y cuando Arturo regresó, en 1974, 
ya era otro. Allende había caído y él había cumplido, eso me lo contó su hermana. 
Arturito había cumplido su conciencia, su terrible conciencia de machito 
latinoamericano, en teoría no tenía nada que reprocharse. Se había presentado 
como voluntario el 11 de septiembre. Había hecho una guardia absurda en una 
calle vacía. Había salido de noche, había visto cosas, luego, días después, en un 
control policial había caído detenido. No lo torturaron, pero estuvo preso unos días 
y durante esos días se comportó como  un hombre. Su conciencia debía estar 
tranquila. En México lo esperaban sus amigos, la noche del DF, la vida de los 
poetas. Pero cuando volvió ya no era el mismo. Comenzó a salir con otros, gente 
más joven que él, mocosos de dieciséis años, de diecisiete, de dieciocho, conoció 
a Ulises Lima (mala compañía, pensé cuando lo vi), comenzó a reírse de sus 
antiguos amigos, a perdonarles la vida, a mirarlo todo como si él fuera el Dante y 
acabara de volver del Inferno, qué digo el Dante, como si él fuera el mismísimo 
Virgilio, un chico tan sensible, comenzó a fumar marihuana, vulgo mota y a 
trasegar con sustancias que prefiero ni imaginármelas. Pero de todas maneras, en 
el fondo, lo sé, seguía siendo tan simpático como siempre. Y así cuando nos 
encontrábamos, por pura casualidad, porque ya no salíamos con las mismas 
personas, me decía qué tal Auxilio, o me gritaba Socorro, ¡Socorro!, ¡¡Socorro!!, 
desde la acera de enfrente de la avenida Bucareli, dando saltos como un chango 
con un taco en la mano o con un trozo  de pizza en la mano, y siempre en 
compañía de esa Laura Jáuregui que era guapísima pero que tenía el corazón 
más negro que una viuda negra y de Ulises Lima y de ese otro chilenito, Felipe 
Müller, y a veces hasta me animaba y me unía a su grupo, pero ellos hablaban en 
glíglico, aunque se notaba que me querían, se notaba que sabían quién era yo, 
pero hablaban en glíglico y así es difícil seguir los meandros y avatares de una 
conversación, lo que finalmente me hacía seguir mi camino. ¡Pero que nadie crea 
que se reían de mí! ¡Me escuchaban! Mas yo no hablaba el glíglico y los pobres 
niños eran incapaces de abandonar su  jerga. Los pobres niños abandonados. 
Porque ésa era la situación: nadie los quería. O nadie los tomaba en serio. O a 
veces una tenía la impresión de que ellos se tomaban demasiado en serio. Y un 
día me dijeron: Arturito Belano se marchó de México. Y añadieron: esperemos que 
esta vez no vuelva. Y eso me dio mucha rabia porque yo siempre lo había querido 
y creo que probablemente insulté a la persona que  me lo dijo (al menos, 
mentalmente), pero antes tuve la sangre fría de preguntar adonde se había ido. Y 
no me lo supieron decir: a Australia, a Europa, al Canadá, a un lugar de ésos. Y yo 
entonces me puse a pensar en él, me puse a pensar en su madre, tan generosa, 
en su hermana, en las tardes en que hacíamos empanadas en su casa, en la vez 
en que yo hice fideos y para que los fideos se secaran los colgamos por todas 
partes, en la cocina, en el comedor, en el living chiquitito que tenían en la calle 
Abraham González. Yo no puedo olvidar nada, dicen que ése es mi problema. Yo 
soy la madre de los poetas de México.  Yo soy la única  que aguantó en la 
universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército entraron. Yo me quedé 
sola en la facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de  diez días, 
durante más de quince días, ya no lo recuerdo. Yo me quedé con un libro de 
Pedro Garfias y mi bolso, vestida con una blusita blanca y una falda plisada 
celeste y tuve tiempo de sobras para pensar y pensar. Pero no pude pensar 
entonces en Arturo Belano porque todavía no lo conocía. Yo me dije: Auxilio 
Lacouture, resiste, si sales te meten presa (y probablemente te deportan a 
Montevideo, porque como es lógico no tienes los papeles en regla, boba), te 
escupen, te apalean. Yo me dispuse a resistir. A resistir el hambre y la soledad. Yo 
dormí las primeras horas sentada en el water, el mismo que había ocupado 
cuando todo empezó y que en mi desvalimiento creía que me daba suerte pero 
dormir sentada en un trono es incomodísimo y terminé acurrucada sobre las 
baldosas. Yo tuve sueños, no pesadillas, sueños musicales, sueños de preguntas 
transparentes, sueños de aviones esbeltos y seguros que cruzaban Latinoamérica 
de punta a punta por un brillante y frío cielo  azul. Yo desperté aterida y con un 
hambre de los mil demonios. Yo miré por la ventana, por el ventanuco de los 
lavabos y vi la mañana de  un nuevo día en trozos de campus como trozos de 
puzzle. Yo me dediqué aquella primera mañana a llorar y a dar gracias a los 
ángeles del cielo de que no hubieran cortado el agua. No te enfermes, Auxilio, me 
dije, bebe todo el agua que quieras, pero no te enfermes. Yo me dejé caer en el 
suelo, la espalda apoyada contra la pared, y abrí otra vez el libro de Pedro Garfias. 
Mis ojos se cerraron. Debí de quedarme dormida. Luego sentí pasos y me oculté 
en mi water (ese water es el cubículo que nunca tuve, ese water fue mi trinchera y 
mi palacio del Duino, mi epifanía de México). Luego leí a Pedro Garfias. Luego me 
quedé dormida. Luego me puse a mirar por el ojo de buey y vi nubes muy altas, y 
pensé en los cuadros del Dr. Atl y en la región más transparente. Luego me puse a
pensar en cosas lindas. ¿Cuántos versos me sabía de memoria? Me puse a 
recitar, a murmurar los que recordaba y me hubiera gustado poder anotarlos, pero 
aunque llevaba un Bic no llevaba papel. Luego pensé: boba, pero si tienes el 
mejor papel del mundo tu disposición. Así que corté papel higiénico y me puse a 
escribir. Luego me quedé dormida y soñé, ay qué risa, con Juana de Ibarbourou, 
soñé con su libro La rosa de los vientos, de 1930, y también con su primer libro, 
Las lenguas de diamante, qué título más bonito, bellísimo, casi como si fuera un 
libro de vanguardia, un libro francés escrito el año pasado, pero Juana de América 
lo publicó en 1919, es decir a la  edad de veintisiete años, qué mujer más 
interesante debió de ser entonces, con todo el mundo a su disposición, con todos 
esos caballeros dispuestos a cumplir elegantemente sus órdenes (caballeros que 
ya no existen, aunque Juana aún exista), con todos esos poetas modernistas 
dispuestos a morirse por la poesía, con tantas miradas, con tantos requiebros, con 
tanto amor. Luego me desperté. Pensé: yo soy el recuerdo. Eso pensé. Luego me 
volví a dormir. Luego me desperté y durante horas, tal vez días, estuve llorando 
por el tiempo perdido, por  mi infancia en Montevideo, por rostros que aún me 
turban (que hoy incluso me turban más que antes) y sobre los cuales prefiero no 
hablar. Luego perdí la cuenta de los días que llevaba encerrada. Desde mi 
ventanuco veía pájaros, árboles o ramas que se alargaban desde sitios invisibles, 
matojos, hierba, nubes, paredes, pero no veía gente ni oía ruidos, y perdí la 
cuenta del tiempo que llevaba encerrada. Luego comí papel higiénico, tal vez 
recordando a Charlot, pero sólo un trocito, no tuve estómago para comer más. 
Luego descubrí que ya no tenía hambre. Luego cogí el papel higiénico en donde 
había escrito y lo tiré al water y tiré la cadena. El ruido del agua me hizo dar un 
salto y entonces pensé que estaba perdida. Pensé: pese a toda mi astucia y a 
todos mis sacrificios estoy perdida. Pensé: qué acto poético destruir mis escritos. 
Pensé: mejor hubiera sido tragármelos, ahora estoy perdida. Pensé: la vanidad de  
la escritura, la vanidad  de la destrucción. Pensé: porque escribí, resistí. Pensé: 
porque destruí lo escrito me van a descubrir, me van a pegar, me van a violar, me 
van a matar. Pensé: ambos hechos están relacionados, escribir y destruir, 
ocultarse y ser descubierta. Luego me senté en el trono y cerré los ojos. Luego me 
dormí. Luego me desperté. Tenía todo el cuerpo acalambrado. Me moví 
lentamente por el baño, me miré al espejo, me peiné, me lavé la cara. Ay, qué 
mala cara tenía. Como la que  tengo ahora, háganse una idea. Luego escuché 
voces. Creo que hacía mucho que no escuchaba nada. Me sentí como Robinson 
cuando descubre la huella en la arena. Pero mi huella era una voz y una puerta 
que se cerraba de golpe, mi huella era un alud de canicas de piedra lanzadas de 
improviso por el pasillo. Luego Lupita, la secretaria del profesor Fombona, abrió la 
puerta y nos quedamos mirándonos, las dos  con la boca abierta pero sin poder 
articular palabra. De la emoción, yo creo, me desmayé. Cuando volví a abrir los 
ojos me encontré instalada en la oficina del profesor Rius (¡qué guapo y valiente 
que era y es Rius!), entre amigos y caras conocidas, entre gente de la universidad 
y no soldados, y eso me pareció tan maravilloso que me puse a llorar, incapaz de 
formular un relato coherente de mi historia, pese a los requerimientos de Rius, que 
parecía a la par escandalizado y agradecido de lo que yo había hecho. Y eso es 
todo, amiguitos. La leyenda se esparció en el viento del DF y en el viento del 68, 
se fundió con los muertos y con los sobrevivientes y ahora todo el mundo sabe 
que una mujer permaneció en la universidad cuando fue violada la autonomía en 
aquel año hermoso y aciago. Y muchas  veces yo he escuchado la historia, 
contada por otros, en donde aquella mujer que estuvo quince días sin comer, 
encerrada en un baño, es una estudiante de Medicina o una secretaria de la Torre 
de Rectoría y no una uruguaya sin papeles y sin trabajo y sin una casa donde 
descansar. Y a veces ni siquiera es  una mujer sino un hombre, un estudiante 
maoísta o un profesor con problemas gastrointestinales. Y cuando yo escucho 
esas historias, esas versiones de mi historia, generalmente (sobre todo si no estoy 
bebida) no digo nada. ¡Y si estoy borracha le quito importancia al asunto! Eso no 
es importante, les digo, eso es folklore universitario, eso es folklore del DF, y 
entonces ellos me miran y dicen: Auxilio, tú eres la madre de la poesía mexicana. 
Y yo les digo (si estoy bebida, les grito) que no, que no soy la madre de nadie, 
pero que, eso sí, los conozco a todos, a todos los jóvenes poetas del DF, a los que 
nacieron aquí y a los que llegaron de provincias, y a los que el oleaje trajo de otros 
lugares de Latinoamérica, y que los quiero a todos".

domingo, 30 de septiembre de 2012

Información y comunicación en la red: ¿calidad garantizada?

     Como comunicadores sociales, debemos reconocer el papel de las nuevas tecnologías de la comunicación como herramientas para optimizar nuestra labor. Pese a las restricciones económicas y políticas, las sociedades empiezan a convertirse, progresivamente, en prosumidoras y proactivas de los productos y las informaciones que se generan en las nuevas plataformas.

     Sin embargo, saber usar las herramientas de manera óptima no garantiza que el individuo esté mejor o peor informado. Por ello, pienso que no debemos confundir esta optimización de la interacción como un mejoramiento en la Información y Conocimiento. 

Tomada de http://www.jf-tech.net

     Nada efectivo se concreta si desde estas nuevas comunidades de los llamados "nativos digitales", sobre todo de los comunicadores sociales, no se genera un contenido de calidad de acuerdo a los objetivos y la ética que se plantean. La lectura de textos sigue siendo la mejor manera de generar buenos contenidos, en la plataforma o programa que sea, libros o tabletas digitales. 


Tomada de http://biqfr.blogspot.com


     Todo esto, de alguna u otra manera, no significará la total democratización del conocimiento y la información. Existen medios de comunicación que poseen un monopolio capaz de dirigir aun los cambios mundiales, en contraposición a la creencia de una total Globalización de la sociedad a través de las redes.