El americano en vías de extinción está de vuelta
Leslie Fiedler1
A medida que pasa el tiempo histórico,
perdemos perspectiva de las relaciones entre la tradición, las artes y la
sociedad. Cada vez menos se producen contenidos que conciencien, en las
instituciones, de identidad, etnografía, cultura. Y, esto, a pesar de los
inmensos esfuerzos de los gobiernos.
Además de tener la “mano negra del
mercado” que todo lo resuelve mediante un feliz consumo, está la “mano negra de
la educación”, que parece ser la única vía posible para eso que llaman
desarrollo.
Varios filósofos del s. XIX advertían la
falacia de una educación para todos, ya que produciría “desequilibrios”
sociales. Dos siglos después, podemos darnos cuenta que la educación jamás
puede ser neutralmente buena, ya que está cargada de morales y conceptos
sustentados, muchas veces, por intereses.
Es altamente preocupante cómo
profesionales, especialmente de humanidades, consideran al consumo y a la
educación como sistemas neutros, sin objetivo ideológico alguno, a menos que
estos sistemas se etiqueten a sí mismos como tales.
Cada institución conspira para partir en
pedacitos tecnocráticos su área del saber, y fraccionar cualquier intento de visión
holística e historicista de cada producto, de cada retazo de la realidad.
En Los Ángeles, California, y en el calor
de su hogar, el flautista y artista internacional Pedro Eustache nos
manifestaba su pasión y estudio por las cadencias de los conciertos para flauta
de Mozart.
Pedro
obtuvo una especie de respuesta a cada tipo de cadencia, de acuerdo al estilo
clásico. Se sentía en la capacidad de argumentar, estilísticamente, cada matiz,
cada armonía, melodía y rubato. Lo
más cómico (o triste) de todo es que afirmaba una especie de frustración porque
este tipo de conocimiento no lo producían, ni publicaban, ni actualizaban en
los conservatorios de música europeos.
¿Será esto una negligencia o pura
casualidad? Si sacamos cuenta, tampoco es que nosotros tengamos tratados de
tamunangue, joropo o de valses venezolanos, que sean distribuidos en las
academias de música, por ejemplo.
Hay que tener en cuenta las circunstancias
sociales y políticas que pueden rodear una manifestación artística. Nadie se
está preguntando qué implicaciones socio históricas tiene cada arte como
ritual. Por ejemplo: qué significa, en pleno s. XXI, sudar bajo un caluroso
traje de gala en un concierto clásico en el caliente trópico. ¿Qué estamos
conmemorando aun o qué tipo de ritual seguimos reproduciendo?
Y es que todo arte y tradición se enmarca
en una estructura histórica que da cuenta de mecanismo idiomáticos, que a su
vez nacieron de coyunturas políticas y sociales. Es decir, una “harina PAN”
que, muy pronto y si así seguimos, nadie sabrá su origen indígena, enmascarado
por una logo de señora blanca encopetada (¿ama de casa norteamericana?) y una
empresa que se constituye como dueña y señora de la arepa. Entre otras cosas,
sistemas económicos que configuran la visión histórica de una sociedad que la
reproduce en masa.
Y, como dije antes, también sistemas
políticos. El historiador Ruggiero Romano2 (1994) critica, con gran
elocuencia, el carácter “latino” de nuestros países. Desglosa la “latinidad” como
la herencia del proceso por el cual la Roma imperial invadió a los pueblos del
Lacio (región de Italia), constituyéndose en un imperio cristiano católico de
gran legado, abarcando territorios de España, Portugal, Francia, Rumania, Suiza.
Lo curioso es que los suizos, franceses, incluso alemanes, siendo herederos
históricos del Imperio Romano, no se denominan latinos fervientemente como
nosotros.
Así las cosas, al independizarnos del
Reino de España, Nuestra América sigue siendo, de alguna manera, eurocéntrica
al denominarse “latina”. Esto se torna preocupante al confirmar que también
somos herederos de culturas milenarias indígenas, de cientos de pueblos de
África y toda la diversidad ibérica que no se deriva necesariamente de lo católico
o latino, como los judíos sefardíes, moros y gitanos y, ni hablar, de la Grecia
antigua tan estereotipada y “heteronormativa” de las películas.
Cada vez más me doy cuenta que conocer y
disfrutar, a profundidad, la diversidad, es un instrumento de liberación. Vivir
lo que somos.
Notas
bibliográficas
- Monsonyi, Esteban
(1982). Identidad Nacional y
culturas populares. Caracas: La Enseñanza viva.
- Blancarte, R. (Comp.). (1994). Cultura e identidad nacional. México D.F: Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes.
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