sábado, 9 de noviembre de 2013

Identidad, artes y sociedades

                                                            El americano en vías de extinción está de vuelta


Leslie Fiedler1


    A medida que pasa el tiempo histórico, perdemos perspectiva de las relaciones entre la tradición, las artes y la sociedad. Cada vez menos se producen contenidos que conciencien, en las instituciones, de identidad, etnografía, cultura. Y, esto, a pesar de los inmensos esfuerzos de los gobiernos.

     Además de tener la “mano negra del mercado” que todo lo resuelve mediante un feliz consumo, está la “mano negra de la educación”, que parece ser la única vía posible para eso que llaman desarrollo.

     Varios filósofos del s. XIX advertían la falacia de una educación para todos, ya que produciría “desequilibrios” sociales. Dos siglos después, podemos darnos cuenta que la educación jamás puede ser neutralmente buena, ya que está cargada de morales y conceptos sustentados, muchas veces, por intereses.

   Es altamente preocupante cómo profesionales, especialmente de humanidades, consideran al consumo y a la educación como sistemas neutros, sin objetivo ideológico alguno, a menos que estos sistemas se etiqueten a sí mismos como tales.

     Cada institución conspira para partir en pedacitos tecnocráticos su área del saber, y fraccionar cualquier intento de visión holística e historicista de cada producto, de cada retazo de la realidad.

     En Los Ángeles, California, y en el calor de su hogar, el flautista y artista internacional Pedro Eustache nos manifestaba su pasión y estudio por las cadencias de los conciertos para flauta de Mozart.

     Pedro obtuvo una especie de respuesta a cada tipo de cadencia, de acuerdo al estilo clásico. Se sentía en la capacidad de argumentar, estilísticamente, cada matiz, cada armonía, melodía y rubato. Lo más cómico (o triste) de todo es que afirmaba una especie de frustración porque este tipo de conocimiento no lo producían, ni publicaban, ni actualizaban en los conservatorios de música europeos.

     ¿Será esto una negligencia o pura casualidad? Si sacamos cuenta, tampoco es que nosotros tengamos tratados de tamunangue, joropo o de valses venezolanos, que sean distribuidos en las academias de música, por ejemplo.

     Hay que tener en cuenta las circunstancias sociales y políticas que pueden rodear una manifestación artística. Nadie se está preguntando qué implicaciones socio históricas tiene cada arte como ritual. Por ejemplo: qué significa, en pleno s. XXI, sudar bajo un caluroso traje de gala en un concierto clásico en el caliente trópico. ¿Qué estamos conmemorando aun o qué tipo de ritual seguimos reproduciendo?

     Y es que todo arte y tradición se enmarca en una estructura histórica que da cuenta de mecanismo idiomáticos, que a su vez nacieron de coyunturas políticas y sociales. Es decir, una “harina PAN” que, muy pronto y si así seguimos, nadie sabrá su origen indígena, enmascarado por una logo de señora blanca encopetada (¿ama de casa norteamericana?) y una empresa que se constituye como dueña y señora de la arepa. Entre otras cosas, sistemas económicos que configuran la visión histórica de una sociedad que la reproduce en masa.

     Y, como dije antes, también sistemas políticos. El historiador Ruggiero Romano2 (1994) critica, con gran elocuencia, el carácter “latino” de nuestros países. Desglosa la “latinidad” como la herencia del proceso por el cual la Roma imperial invadió a los pueblos del Lacio (región de Italia), constituyéndose en un imperio cristiano católico de gran legado, abarcando territorios de España, Portugal, Francia, Rumania, Suiza. Lo curioso es que los suizos, franceses, incluso alemanes, siendo herederos históricos del Imperio Romano, no se denominan latinos fervientemente como nosotros.

     Así las cosas, al independizarnos del Reino de España, Nuestra América sigue siendo, de alguna manera, eurocéntrica al denominarse “latina”. Esto se torna preocupante al confirmar que también somos herederos de culturas milenarias indígenas, de cientos de pueblos de África y toda la diversidad ibérica que no se deriva necesariamente de lo católico o latino, como los judíos sefardíes, moros y gitanos y, ni hablar, de la Grecia antigua tan estereotipada y “heteronormativa” de las películas.

     Cada vez más me doy cuenta que conocer y disfrutar, a profundidad, la diversidad, es un instrumento de liberación. Vivir lo que somos.



Notas bibliográficas


  1. Monsonyi, Esteban (1982). Identidad Nacional y culturas populares. Caracas: La Enseñanza viva.
  2. Blancarte, R. (Comp.). (1994). Cultura e identidad nacional. México D.F: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.


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